Rosalba Zenteno era un número más entre otros miles. El enfermero les dio la espalda… bendito Apocalipsis

11/04/2020 - 12:02 am

Sí, otro número entre tantos otros que venían a provocar molestia, cansancio y más trabajo sobre el personal. ¿Qué no se da cuenta esta bola de zánganos de que ya no cabe otro paciente en el hospital? ¿Qué nadie leyó en las noticias que todavía no les sueltan el presupuesto anual y además hay sobrecupo?

A Rosalba le dio tiempo de recordar hasta en lo que no quería. Cuando una acaba en un hospital o va nada más de visita, se pone patéticamente sentimental. Las preguntas surgen inevitablemente y, al ver las cofradías alrededor de algunos enfermos, no se puede evitar la pregunta de qué se hizo mal o por qué se acabó sola, en este lugar.

ADVERTENCIA: EL SIGUIENTE ES UN TEXTO DE FICCIÓN

Por Fernanda Mora Triay

Ciudad de México, 11 de abril (SinEmbargo).- Eran las once de la mañana en el Hospital General Regional de Especialidad No. 2 “Doctor Guillermo Fajardo Ortiz” en Villacoapa. El bochorno de abril se sentía aun para quienes permanecían sentados a la sombra de la sala de espera, y aún más para los que llevaban horas parados en las inmediaciones de la entrada de urgencias, esperando noticias sobre algún paciente en específico o sobre su propia situación.

El piso era de loseta rosada —polvosa ruina—, manchada por la precariedad y el ajetreo del paso de la concurrencia, multitudinaria, casi muchedumbrosa, siempre cambiante y a la vez eterna; permanente, monolítica, con sus individuos con vidas de gato descansando sobre los rincones mugrientos, esperando sin comer, con los cinco cincuenta del pasaje de vuelta en el bolsillo de sus camisas o en los monederos de cuero negro roído que sujetan siempre, invariables, sobre sus pechos sudorosos de madres, o hijas, o hermanas, y que sostienen con las manos inquietas y los ojos rodando por encima del piso, sin identidad.

—Hágame el favor de quitarse que está estorbando, ¿sí?
—Señorita, ¿qué no ve que tengo la pierna rota? No me puedo mover yo sola, me…
—Pues haga que su familiar la instale en otro lado y que pase a formarse para llenar sus datos…
—Vengo yo sola, me vine en taxi, un muchacho me hizo el favor de pedir la silla y de traerme hasta acá, pero no sé ni cómo se mueve esta cosa, no me dan los brazos, no sé…
—Bueno a ver, aquí tengo una hoja de registro… Nombre completo aquí, su número de seguridad social… ¿Está segura de que aquí le toca?
—Sí, sí, sí, qué voy a andar vagando de hospital en hospital ahí nomás a lo bruto, éste es mi código postal y acá me toca, señorita, ¿qué no ve que me duele?
—Tranquilíceseme, que así es esto, no crea usted que es muy especial o que es de mucha urgencia lo suyo. Hay veinte pacientes así como usted haciendo cola… Ahí quédese en la silla y ya luego le hablan, ¿eh?, con permisito…

Rosalba Zenteno era otro número incendiario entre los otros miles que venían a provocar molestia, cansancio, trabajo y más trabajo sobre el personal de la recepción. ¿Qué no se dan cuenta esta bola de zánganos de que ya no cabe otro paciente en las dos salas del hospital? Ni qué decir sobre mandar otro a piso… ¿Qué nadie lee las noticias o no se dan por enterados de que todavía no les sueltan el presupuesto de este año y de que hay sobrecupo? Rosalba era perfectamente consciente de esta situación en particular porque, tras haberse caído de espaldas y en cámara lenta, como película de acción, sobre su pierna derecha, y de haber oído el crack de su extremidad inferior, probablemente del peroné —o eso le dijo la savia moderna del Discovery Channel dentro de su cabeza y el conocimiento ancestral de la monografía de papelería que coloreó tantas veces, incluso en la preparatoria, sin memorizar cosa alguna… En fin, después de arrastrar el miembro herido, como pirata de las antillas hasta la puerta de su casa y, de nuevo —luego de una profunda transpiración—, a la entrada del multifamiliar, tomó un taxi que la recibió sin ninguna deferencia hacia su condición de lisiada.

Se dirigió primero, obviamente, a Centro Médico donde la atención es bastante solícita y, si acaso era muy grave la cosa, los cuartos de piso son de máximo tres pacientes —nada mal para el seguro social. In a nutshell, Rosita Zenteno —como le decían las vecinas para no confundirla con su difunta progenitora, Rosalba Zenteno Argüelles— acudió a aquel hospital sobre Avenida Cuauhtémoc. Sin embargo, así como llegó, le dijeron que se fuera, que allí no tenían espacio para nadie a quien no le correspondiera directamente aquella sede del seguro y que Diosito la cuide.

Pasadas las cinco horas de espera en la antesala del segundo hospital, la mujer marcada con la insignia de Hefesto —el cojo, el cornudo—, Rosita Zenteno, se empezó a preguntar si acaso su nombre no se había traspapelado entre el resto de los ingresos. Con su carita de tez suave, aún suculenta para sus cuarenta y un años, se dirigió al individuo más próximo y le pidió que preguntara por ella en las ventanillas de información. Lo atendieron de pésima gana por lo que regresó cabizbajo, más cansado y más harto, a decirle que no; que, en efecto, la circulación iba tremendamente despacio.

A Rosalba le dio tiempo de pensar hasta en lo que no quería acordarse. Uno, cuando acaba en un hospital o va nada más de visita, se pone un tanto apocalíptico, patéticamente sentimental. Las preguntas surgen de manera inevitable y, al ver las cofradías que se juntan alrededor de algunos de los enfermos, no se puede evitar la pregunta de qué se hizo mal o por qué se acabó solo en una sala de urgencias. Lo cierto es que Rosalba no era una mala mujer; tal vez demasiado insegura para pedirle ayuda a alguien; tal vez muy acostumbrada a resolverlo todo sola; quizás un mucho apenada por no haber formado familia y tener que recurrir a alguna de sus amigas del trabajo para algo que tenía la apariencia de ser tan íntimo, tan consanguíneo, tan del orden natural en que los hijos, como ella, cuidaban a los padres, y en donde ella, que no tuvo hermanos y que ya tampoco tenía padre alguno, no sabía qué pensar… Y es que cuando Antonio le propuso casarse ya era entonces intolerablemente tarde; no se sentía orgánico; mejor cada quien en su casa, con sus cosas y con sus modos. Sólo que Antonio sí quería mancomunión y vajilla de cuatro plazas. Evidentemente, era cosa de tiempo para que se juntara con una más joven, una dispuesta a formar nuevos hábitos, a servirlo y qué sé yo.

A las siete de la tarde era la hora formal de visita. Los parientes se alineaban ansiosos en una fila india y, después de llenar sus datos, ingresaban de uno en uno a la sala de su paciente. Coincidentemente, entre el barullo, dijeron el apellido Zenteno, con zeta, y Rosalba consiguió que el mismo hombre diligente la empujara hasta el lugar de convocatoria. La llevaron en la silla de ruedas hasta el cuarto de rayos X. El breve zangoloteo de la pierna con el que le acomodaron el hueso y la contundencia del tirón la hicieron renegar de su soledad otra vez:

Catorce años de noviazgo que se fueron al tiradero; catorce años de esperar inútilmente a que Antonio la viera y dijera “eres tú”. Toda su juventud se le fue al carajo. Una existencia completa para que Antonio, al fin, se decidiera a descolgarse de la tetilla de su madre y todo para qué… Ya no podían tener hijos. Amigas suyas le decían que en estos tiempos toda cosa era posible, pero Rosalba ya sentía en su vientre la corrupción de la edad. Algo en ella lo presentía como cosa contra natura. No se sentía con las fuerzas. Todo el hálito vital se le había ido esperando y cuidando una enferma que se tardó tanto en morir… Rosita no sentía que para estas alturas del cuento quisiera volver a despertarse y servir a otra persona. Ya no más. Primero le dijo que iba pensarlo, pero tuvo un sueño espantoso de celestial clarividencia: se vio a sí misma sosteniendo una cabecita, preciosa, redondísima y sonrojada, y a ella arrimándole un seno pellejudo, colgante, asqueroso. Vio a un Antonio joven, glorioso, como siempre se veía en su recuerdo, sonriendo maravillado mientras contemplaba esta escena de profundo horror.

A una mujer se le acaban las opciones más pronto. Crecen y aspiran a lo que les permiten sus cuerpos. Por ejemplo, si una mujer es bella, puede esperar casarse con alguien igual o mejor. Puede esperar que los hombres le permitan ascender hasta donde no estorbe y sirva como un jarrón hermoso. Si se es una mujer bella, pero verdaderamente bella, las preguntas que haga siempre van a parecer tontas. En este mundo es válido ser bueno, verdadero y bello, pero no inteligente, no señor… Las mujeres bonitas sólo pueden ser estupidizadas, pero si en el fondo son listas, ésa puede ser su herramienta…

No obstante, Rosalba no entraba exactamente en ninguna de las dos categorías. Era una mujer simpática, de pómulos angulosos y con ojos de bondadosa almendra. No diría que era pobre, pero sí de clase baja; se vestía siempre descuidada y con el cabello recogido. Tenía los ojos grandes, curiosos; la piel morena, preciosa, triste. Nunca se le ocurrió que podía considerarse una mujer inteligente y se condenó a sí misma a no ser reconocida por ello. Pertenecía a la comodidad del universo servil de ser una herramienta accesoria en la vida de otros protagonistas. La madre, Rosalba Primera, y Antonio habían sido sus ejes rectores y ella, simplemente, se dedicó a gravitarlos.

“Usted tiene una preciosa horquilla que liga el interior y el exterior de su tobillo. Sin embargo, en usted, ese fibroso, maravilloso puente que une las dos partes con aquella articulación falsa que llamamos sindemosis está dañado terriblemente. Necesitará cirugía, unos tres, no, menos, unos cinco clavitos…”. Rosita Zenteno fue ingresada a la sala A con su tobillo rebosante de calor, envuelto en tres capas cual delicada artesanía oaxaqueña. Llevaba, primero, un manto de algodón apelmazado alrededor del área del impacto y hasta alcanzar la pantorrilla. Después, le habían colocado una férula de yeso finamente esculpida a imitación de la modelo; para rematar, un vendaje común. La instalaron en medio de otras veintitantas camillas —o al menos así se sentía de tanto respirar otras humanidades— a la espera de que, en algún momento cercano, se despejara un quirófano y pudieran proceder. Las angarillas chocaban tintineando unas con otras si no se guardaba la precaución suficiente.

En la sala B estaban los casos más delicados. Cada una de las estancias estaba incomunicada respecto a la otra, pero el interminable parloteo de las inquilinas la proveyó de información pormenorizada respecto de varios pacientes de ésta y de la otra sección. Por ejemplo, una de sus historias favoritas fue la de la dupla de enamorados: la joven, hermosa, simpática, Lucía, tenía el brazo roto y estaba esperando su operación debido a su incapacidad inherente de decirle que no al galán tan amado. En su caso, todo ocurrió veinticuatro horas antes de la entrada de Rosy a la sala de urgencias aquel jueves funesto.

El hombre en cuestión se ofreció a llevar a Lucía, todo pagado, a ver a la Banda Limón en la Anual Feria del Caballo del municipio de Texcoco. Acudieron al evento el novio, la novia, el hijo de cinco años del novio y hasta el chofer. Pasada la presentación, salieron, embebido el anfitrión en mezcal adulterado y Lucía muy campante, pensando que todo estaba bajo control. No obstante, el susodicho se aferró a manejar a media carretera y ni quién le dijera que no a semejante machín. El conductor designado cedió dócil el volante y el resto ni siquiera se tiene que imaginar: allí estaba Lucía con su fractura en el brazo; el pequeño, ileso, pero con la sentencia materna de que no habrá de ver a su padre en muchos, muchos años; el chofer en coma, y el autor de la desgracia, con cinco costillas rotas, en la sala B de este mismo hospital.

Por otro lado, estaba la anécdota de Socorro, una interna con un carácter de la fregada, pero que, aún así, había extendido su vocación de madre a todas las que se distribuían en su perímetro de la sala A. Hablaba constantemente de un hijo que nunca iba a verla y de cómo, por andar recogiendo el tiradero de éste, se rompió el codo izquierdo y quedó toda amolada. Recibía muchas visitas, pero nunca la de aquél que estaba esperando.

La Cristi era otra cosa. Estuvo más de catorce horas después de haber sido ingresada sin que le pusieran la férula que porque “no había”, y ahí la veías, sufriendo, sin saber ni cómo apoyar la pierna para que no le doliera; con la herida sanando chueco; recostada en un catre a ras del piso en donde todo mundo la pisaba sin querer, le restregaba las nalgas cuando se bajaban de su camilla o pasaban entre las camas para ir al baño o estirar las piernas. Sin embargo, es de notar que no se la veía triste. A cada rato, una muchacha se colaba entre el caos de la estancia y, como Pedro por su casa, se sentaba en el mismo catre a hacerle compañía. Desde el jueves en que llegó, el mismo día nefasto que Rosita Zenteno, la compañera no desperdició momento alguno para estar con la afligida. La bañaba puntual todos los días a las siete. Cristi sabía que muchas veces no traía para comer y le regalaba el sándwich que les daban de desayuno, o el yogurt, o lo compartían. En los dos horarios de visita estaba con ella, y a la Cristi, si te fijas, diría que le regresaba el ánima al cuerpo.

El viernes se escabulló entre el grueso de enfermeros y estuvo una buena media hora, adentro, con las internas… El problema fue que, a esa hora, pasó el encargado de las comidas y la vio muy sentada, a lado de Cristina. La regañó horrible y la pobre criatura no supo ni contestar. Le dijeron que se saliera e, irremediablemente, se desató la rechifla. Lucía empezó con decirle al encargado que la visitante no se podía salir, que porque estaba esperando una silla para llevar a bañar a su tullida paciente. Por otro lado, Socorro se puso a gritar que la acompañante estaba ahí para ayudar a Cristina a llenar unos papeles y así proceder a programar su operación. Rosita Zenteno, hasta entonces muy callada, reclamó que por qué no mejor ya la dejaba estarse adentro, al cabo faltaba tan poco para la hora de visita… En fin, se soltó el gritadero y ni quién las calmara. Su situación en general se semejaba más a la de un reclusorio y, en consecuencia, también su comportamiento. Desgraciadamente, más ofendido que nunca, el enfermero la escoltó afuera y no la dejó entrar a la hora en que sí le tocaba. Los hombres son tan crueles, dijo resentida una.

A Rosalba Zenteno le parecía muy curioso que en la sala B se respirara casi pura testosterona. En la A, por su parte, el aquelarre era cien por ciento femenino. Por lo mismo, se conformaba de mujeres con heridas controladas y que no eran prioridad para llevarse a cirugía, pese a su vital necesidad. Rosalba había entrado un jueves en la noche, ya iba a ser domingo y todavía no daban noticia de cuándo iban a atender su caso.

Todos tenían parientes que apelaran por ellos, pero Rosita estaba ahí sola. No dejó ningún recado en la puerta y, con las prisas y, con el susto, tampoco se trajo el celular. No es como que le preocupara mucho el comunicarse con alguien. Estaba sola, tranquila, esperando. Había una cosa como de resignación en el ánimo de la mujer. No le era natural el estar de quejumbrosa; no le gustaba hacer ruido; sólo quería pasar desapercibida. El domingo por la noche, le comunicaron por fin que ya estaba en la lista y que, en el mínimo momento en que se desocupara un quirófano, la iban a pasar. Claro está que si se presentaba alguna emergencia, algún paciente más grave, le darían prioridad a éste. Rosalba estaba nerviosa, casi como que no quería que le llegara su turno, pero, al mismo tiempo, ya estaba colmada de tanta incomodidad… Nadie dormía una noche completa; más bien, como intervalos de veinte minutos… Por momentos, el hedor era insufrible.

A las mujeres con heridas en las piernas no las llevaban al baño, sino que les colocaban debajo el cómodo. Al principio, ninguna encontraba la paz mental para usarlo, o el cinismo para evadir la pena de sentirse observadas… No obstante, después de varios días, ya no quedaba otra solución. Los enfermeros tardaban —las más de las veces— bastante tiempo en deshacerse de las inmundicias acumuladas y esto, aunado al calor, hacían de la sala A una celda pútrida de efluvio insoportable, sobre todo si la causante estaba cerca de ti. Por otro lado, había demasiadas personas… Cuando Rosita comió por primera vez, Socorro le dijo, con un tono de quejumbrosa autoridad, que guardara el plato de unicel en el que les servían la comida. Rosalba acató diligente —costumbre tan arraigada— sin saber para qué. Más tarde, vio cómo todas hacían, de los platos, abanicos y sólo así transitaban la tarde sin quererse morir.

Aquí el sustento se reducía día con día al mismo combo infinito: por la mañana, una manzana cocida sin nada de azúcar, dos quesadillas en tortilla de maíz, una de pollo insípido y la otra de jamón cartilaginoso, sin queso. Cabe destacar que ninguna de las dos venía asada, mucho menos frita, sino cocinada húmedamente sobre baño maría. Además, les daban un yogurt natural, un juguito de manzana y, sanseacabó. Ahora bien, por la tarde, las alimentaban, cual ganado bovino, con un sándwich del mismo jamón hediondo, una pera bien fresca y su juguito de manzana; por la noche, lo mismo otra vez —tercamente igual. Rosalba extrañaba sus guisos con verdolagas y salsita verde de tomate, el café matutino, una concha con nata. Ya se quería ir, con la pierna rota, inútil, daba igual. La situación no pudo sino ponerse peor porque, evidentemente, antes de la cirugía es necesario guardar ayuno. No se puede, siquiera, beber un poco de agua.

A Rosalba le comunicaron que debía abstenerse de todo alimento desde el sábado por la noche para que, si todo salía bien, Dios mediante, la operaran el domingo por la mañana. Tomó su cena con el disgusto habitual de los últimos dos días e intentó cerrar los ojos. Las pelucillas de luz que se aparecen dentro del párpado, cuando uno intenta dormir, por lo general nos conducen a otro tipo de imagen al ingresar en el sueño. No obstante, para Rosita, todo era pura luz estrambótica; pesadilla descomunal; presagio del terror.

Por primera vez, sus acompañantes nocturnos no tenían cuerpo, sino que eran entes abstractos de pura voz: la voz de Antonio tarareando sus melodías de esperanza; la voz gangosa de su madre quejándose de algún dolor; la voz de su maestra más odiada de la infancia diciéndole que nunca iba servir para ninguna cosa; la voz ruinosa de un padre ficticio, al que se dice recordar, pero probablemente se inventó.

La luz sin forma dotó de nueva vida a las presencias más enraizadas, más malditas, más llenas de ella misma y que con tanto esfuerzo había querido suprimir. Guardar ayuno es como guardar memoria; uno no puede pensar sino en el hambre, aunque no se tenga. Uno no puede más que presentir la sed del otro día; uno espera. El carácter prohibitivo de las sentencias que se dictan a los enfermos sólo hace que la enfermedad se sienta más presente. Los sueños tienden a recordarnos sobre quienes nos han dejado tan solos, cansados, por voluntad. En la camilla dieciocho de la sala A del Hospital General Regional No. 2, alguien duerme, pero, por supuesto, no descansa.

A la mañana siguiente, la vida de las internas tomó su curso normal. La amiga de Cristi llegó puntual a la siete. Socorro repartió dulces clandestinos que tan celosamente tenía escondidos debajo del catre, y aquello sólo aumentó los malestares estomacales de algunas de las reclusas. El hedor empeoró, el calor se hizo más obvio. Lucía se enteró por un tercero de que su novio había dejado el hospital, ya muy operado, muy campante, sin decirle nada, y se debatía entre llamarle, guardar la calma o escribirle un mensaje de texto. Había, otra vez, que esperar…

Por su lado, Rosalba se despertó con mucha hambre tras el primer retortijón de los muchos que se avecinaban en el futuro inminente. Contempló con paciencia el desayuno de las otras. Se resguardó con firmeza de ver los jugos de aquellas, y conversó con Socorro sobre el tema habitual: la comedia de las nueve. Hasta donde se habían quedado en la telenovela turca del momento —justo antes de quedar sepultadas entre kilos de algodón, batas abiertas sin ningún disimulo y sudor ajeno—, la hermosa Nefes había logrado escabullirse de entre las garras del malvado Vedat, su esposo y captor, y estaba por descubrir el verdadero amor y la ternura a lado de Tahir Kaleli. Sin embargo, Vedat andaba tras sus pasos y aún no sabían de cierto si el amor entre Nefes y Tahir sería posible…

Rosy esperó paciente, mientras dormitaba su interlocutora, y veía tranquila cómo transcurría la mañana sin que el encargado de la programación o enfermero alguno se acercara a su camilla. Se sentía calmada puesto que estaba más que entendida en los modos de operación de aquel hospital público. Probablemente, pensó, la operarían ese mismo día, pero hasta el turno de la tarde o quizás el de la noche. Las primeras horas son frescas, pero cerca del mediodía la sala A se convertía en una cámara del infierno. A las doce, hora de las visitas, los parientes les llevaban botellitas con agua, algún bocadillo de contrabando y hasta alguna amenidad. El marido de Socorro le ofreció un agua extra que había traído consigo, pero Rosalba no pudo aceptar. No quería que ningún pequeño desliz provocara que le recorrieran la operación, así que se aferró a su paciencia y confió en el plan divino, a pesar de la sed. El médico de rutina pasó y le examinó el pie. Primero, le retiró los vendajes. Necesitaba ver si la piel no había sufrido algún daño, ningún tipo de ampolla, porque esto implicaría que la cirugía se postergara. La piel de Rosalba se veía amoratada, pero perfecta. Era la candidata ideal. No había excusa que la retuviera más tiempo. Su turno era el siguiente.

A las seis de la tarde comenzaron las sospechas, no obstante, aún estaba en el límite. Todavía quedaba el horario nocturno para pasarla a quirófano. Lo cierto es que, con el efecto invernadero del cuarto, ni siquiera sentía mucha hambre. Llevaba más de veinte horas sin probar bocado. —Santo Job, dame paciencia —decía. El problema era la sed. La más joven de las internas vecinas, Lucía, empezó a preocuparse y, al ver que ningún enfermero asomaba su cabeza para ver si aún respiraban, se encaminó con su brazo roto hasta el mostrador del encargado.

—Oiga, joven, de casualidad, ¿no sería posible que le pusieran un suerito a la Rosalba porque hace mucho calor? Ya lleva un buen rato sin tomar gota de agua…

El encargado le explicó que aquello no era recomendable, que el suero hincha las venas y lo mejor sería que se aguantara otro tanto. Ya en un ratito se la iban a llevar al quirófano, lo que pasaba es que esa misma tarde ingresó un descalabrado y con fractura expuesta de pierna, la que probablemente iba perder.

—Pero no se me desespere; ya sigue ella.

Mientras tanto, Rosita circulaba palabras con tinta roja sobre una sopa de letras que le habían regalado; contenía el llanto. No sabía por qué se le atoraban las lágrimas, como una piedra en la garganta y atesorara la piedra, no queriendo dejarla ir. Ha de ser la deshidratación, se dijo. Cada sustantivo redondeado le recordaba algún aspecto de su añorada cotidianidad. Sobre todo, pensaba en aquello que relacionaba con esos queridos tiempos en los que creyó ser feliz. Por ejemplo, “alhaja” la hizo revivir esa ocasión en que Antonio le trajo un par de aretes de coral rojo desde su viaje a la playa.

Rosalba no sabía qué era lo que tenía que sentir; sólo la tranquilizaba el hecho de que un muchacho la recordara en la distancia, y a lo mejor eso significara que no se iba a quedar sola y enferma como sucedió con su madre. Ahora bien, el saltar a la versión abstracta de la palabra “alhaja”, una piedra preciosa, la hizo sentir que ninguna cosa en la vida había sido realmente suya. Le fascinaba agradar. Nació para complacer. Rosalba Zenteno Hija no era una mujer de ideas arriesgadas, ni de sueños contundentes. Le habían enseñado a honrar a sus padres, en este caso a su madrecita soltera, y a no merecer cosa alguna. Por suerte conoció a Antonio. Era un hombre insistente. Lo conoció cuando todavía se sentía joven y la cortejó por años en los pasillos del banco, hasta que la muy terca dijo que sí, que le aceptaba un café. La relación no pasó de cosa mustia y plana hasta unos meses más tarde, en que se convirtió en una vía de catarsis, desfogue de una virginidad perdida demasiado tarde.

Las carcajadas habituales se hicieron más esporádicas, puesto que las internas acumulaban hartazgo a los, al menos, cuatro días de no moverse de un catre. Las relaciones tenían sus momentos de tensión, sus silencios de prudencia, pero si no hubiera sido por la irremediable compañía, el calor las hubiera llevado a lindar con la locura. Pasó el turno nocturno y Rosita no fue llevada a ningún lado. La cirugía ficticia, cada vez más ansiada, era un asunto irreal. Rosalba sentía los labios cada vez más resecos y las comisuras le ardían. Otra vez, le ofrecieron un sorbo de agua, pero no quería claudicar; ya estaba a un paso. Solamente se dejó convencer de sumergir brevemente los labios en la boca de la botella y así dejarse humectar por el líquido sagrado, sin beber una gota. Llegó de nuevo la noche. Esta vez, sí pudo dormir.

Rosita Zenteno despertó pálida a las diez del lunes, tras cuarenta y nueve horas sin comer y no tomar trago de agua. Las amigas empezaron a preocuparse más de lo que ya estaban. La ansiedad cobraba el cuerpo de la figura de Rosalba. Esto era un caso inhumano. Cristina hizo que su perenne acompañante fuera averiguar qué pasaba. La cosa ya iba como para presentar una queja en Derechos Humanos, pero quién iba a pelear por una interna que no tenía a nadie. La afligida estaba que ya no hilaba palabras, extrañada, ida. Un enfermero se acercó y le dijo que le debía una disculpa, que al parecer no la habían dado de alta en la lista y simplemente se les traspapeló. Todo había sido en vano. Las mujeres exigieron que, entonces, le pusieran un suero, pero el enfermero les dijo que ahora sí ya era cosa de nada, que debían de aguantarse un poquito más; que no estuvieran de impacientes. La cara de Lucía enfocó, primero, el semblante fantasmal de Rosita y, después, la mueca de hastío, falta total de compromiso, del enfermero; sus malas maneras. Entró en furia.

—¡Dénle algo de tragar, maldita sea! ¿Qué no ve que se nos va a desmayar? El coro virtuoso se desató en gritos de las otras mujeres.
—¡Mírele nomás los labios, están todos blancos y secos, se nos va a morir!
—La señora no ha comido en dos días, ¿cómo va a ser posible?
—Déjenla tomar agua, por Dios, Rosalba, tómate un traguito, mi niña, por favor, ¡no te duermas!

El enfermero les dio la espalda y ni siquiera se dignó a responderles, no obstante, encendida la flama, Lucía tomó una muleta que se encontró a un lado suyo y le arremetió un golpe en la cabeza calva al enfermero. El hombre, desconcertado, se volvió sobre sí mismo y tomó a la joven por el cuello. El caos creció. Bendito Apocalipsis. Rosalba Zenteno no entendía nada. De nuevo las lucecitas blancas parpadearon frente a sus ojos y, de pronto, escuchó una voz que llenó el lugar:

“Ya volví, Rosy. Prometo ya jamás irme; llevarte al cine una vez cada dos meses y no volver a bailar con las zuripantas en nuestras tardes de danzón. Ahora sí van a ser realmente nuestras porque voy a ser fuerte, Rosy. Por más que pululen las mujeres polilla y que yo sea encantador, sí, tan guapo, con mi diente de oro reluciendo en mi cara, te voy a guardar un cajoncito en mi casa para que pongas tus cosas. Vamos a ver juntos la comedia de las nueve y el programa de Laura a la hora de comer. Ya nunca me voy a reír de ti ni de tus pies con juanetes. Yo no era nadie hasta que me enseñaste a no usar los calcetines blancos con traje negro o azul. Ya nunca voy a dejarte. Te voy a guardar tu lugar para siempre dentro de este corazón lustroso”.

Entonces Rosalba se vio y tenía los cabellos dorados, ya no pardos, ondeando hacia el sol y miró a Antonio más alto y más fornido. La sostuvo entre sus brazos velludos y la abrazó con la firmeza que nunca había tenido antes. “Antonio, retírame el vendaje. Una mirada tuya bastará para sanarme”. Un rayo ultravioleta se aproximó desde los ojos del hombre y… bum. Se acabó el delirio.

Antonio nunca acudió a la camilla dieciocho de la sala A del hospital número dos. Pero bienamado lector, no lo acuse de injusto. Mire que el hombre no sabía de la Rosa, ni de que estaba sufriendo. En esos momentos retozaba delicioso en los brazos rechonchos de alguna otra mujer. La vida real es injusta; es cruel. Todo esto es un cliché. Es más anónima y solitaria que los cuentos que se dice a sí misma una enferma para no morir de sed.

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